El valle del Omo, en Etiopía, sigue siendo un lugar gobernado por los rituales y la venganza. Sin embargo, se aproximan cambios que vienen de río arriba.
Por NGN
Dunga Nakuwa se acuna el rostro con las manos y recuerda la voz de su madre. Ella murió hace casi dos años, pero para la tribu de Dunga los muertos nunca están muy lejos. En las aldeas se les entierra apenas debajo de las chozas de los vivos, separados de hogares y pieles para dormir por algunos centímetros de suelo seco y empobrecido. También permanecen en la mente de las personas. Por ello, Dunga sigue oyendo a su madre: “¿Cuándo vengarás el asesinato de tu hermano?”.
Cuando estaba viva en ocasiones le preguntaba esto y, cada vez que lo hacía, daba nueva vida a la vendetta, justo cuando Dunga intentaba escapar de ella. Se había convertido en el hijo mayor después de que su hermano, Kornan, fuera asesinado por un miembro de una tribu enemiga. Se trató de una emboscada, una ejecución coreografiada.
El padre de Dunga también había sido asesinado por un guerrero de la misma tribu, y el deber de la venganza había recaído primero en su hermano mayor. Sin embargo, después del asesinato de Kornan, el doble peso recayó en Dunga. Los hombres de esta tribu, kara, son francotiradores reconocidos. Han resistido invasiones de la tribu nyangatom, mucho mayor en número y mejor armada. En las dos tribus, el hombre que mata a un enemigo es condecorado con cicatrices especiales cinceladas en los músculos del hombro o abdomen. Al afrontar el asesinato de un familiar, un hombre exigiría venganza.
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