Ahora que se cumplen 50 años de la ocupación china del Tíbet, conviene que la legítima preocupación por la opresión política ejercida por Pekín no nos impida ver el bosque, y nunca mejor dicho. El medio ambiente de la denominada "Región Autónoma" también sufre lo suyo. De importancia neurálgica para Asia, su ecosistema se encuentra asediado por el calentamiento global, la caza furtiva y el desarrollismo más desenfrenado.
En el Techo del Mundo nacen los grandes ríos asiáticos: el Amarillo, el Bramaputhra, el Yangtsé, el Mekong y el Indus, entre otros. En el área irrigada por esos cursos fluviales vive el 47% de la población mundial. Cuenta además con montañas altísimas, las mesetas más elevadas y extensas, valles prístinos, 46.377 glaciares y 2.000 lagos naturales. Un tesoro hídrico muy goloso, sin duda. Los chinos no se han resistido a explotarlo con presas como Longyang Xia o Yamdrok Yutso (que suponen el desplazamiento de poblaciones locales). Además, invertirán 30.000 millones de euros en canalizar agua de las cumbres tibetanas a la cuenca del exhausto río Amarillo. Este "trasvase" es visto por los tibetanos como un expolio más del ocupante de su patria.
El país asiático poseía asimismo ingentes bosques milenarios, pero en el último medio siglo ha perdido la mitad de su masa boscosa, debido a la construcción de carreteras y al comercio de maderas preciosas. La deforestación galopante sería una de las causas de las grandes inundaciones sufridas por los países vecinos en la última década.
Incluyamos en el inventario un buen acervo de biodiversidad; y tan bueno que atrae a cazadores de todo el mundo, ávidos por incorporar a su salón de trofeos especies amenazadas como el antílope tibetano o la oveja argalí, los dos oficialmente protegidos.
El calentamiento global ya está haciendo de las suyas. Desde 1961, las temperaturas subieron un promedio de 0,32 ºC por década por encima de la media mundial. Fuentes chinas informan que los glaciares tibetanos se están fundiendo, y pierden un 7% de su volumen cada año. El deshielo provocó desastres en el año 2000: un corrimiento de tierras en Nyingchi (sudeste del Tíbet) taponó un río y cercó a miles de personas; y una inundación en el sur del país afectó a más de 60.000 personas e inundó miles de hectáreas de cultivo, de acuerdo al 'Tíbet Regional Meteorological Bureau'.
Qué duda cabe que la modernización autoritaria implementada por el régimen comunista ha tenido resultados (su economía ha venido creciendo a tasas del 11% anual, la mayoría de la población cuenta con luz eléctrica y agua potable, y las comunicaciones han experimentado un salto cualitativo); pero el precio pagado en libertades públicas, vidas humanas y recursos naturales ha sido demasiado elevado.
Las autoridades chinas han tomado nota de la degradación ambiental, según refleja un "Libro Blanco" de 2003. Han prometido gastar 1.700 millones de euros a lo largo de las próximas décadas en un Plan de Protección Ecológica. Prevén impulsar la recuperación de los pastizales devorados por la arena, junto con la preservación de humedales y reservas naturales, construir cinturones protectores contra la erosión eólica y aumentar la cobertura forestal. De hecho, el 12% de la superficie tibetana se halla protegida. Pero los críticos responden que se trata de medidas cosméticas, pues el principal agresor del ecosistema es el Gobierno, empeñado en seguir construyendo presas y carreteras.
Con este cuadro, sería oportuno que los occidentales, además de presionar a favor de la autodeterminación del pueblo tibetano, exigiésemos a los chinos un mayor respeto a su patrimonio natural; no sea que el día que recuperen la independencia les devuelvan un país semidestruido.
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